Lun, 10 Ago 2020, 11:34
Asunto: Re: El Correo Papalegüense (edición online)
Este año los monos aulladores están siendo un poco (o tal vez un mucho) diferentes. De hecho ya tuve una discusión con mi hermano de si este año se les debería llamar así o no. En su opinión, no habiendo las carreras del verano de las que solían ser su preparación, carecerían de legitimidad.
Afortunadamente tras rebatir sus múltiples objeciones conseguí que la denominación de origen “monos aulladores” fuera aceptada, no permitiendo que este desastroso año de pandemias y rebrotes de pandemias, se los llevase también por delante.
Pero, no. Claro que no. Por supuesto que no son los mismos de otros años.
Para empezar, no estamos doblando entrenos de running, y eso, por lo general, solía ser la clave de bóveda del método aullador. Que lloviera sobre mojado. Prohibido descansar. Y de paso jugar a la ruleta rusa con las lesiones.
Solían ser además tiradas cortas o muy cortas, pero eso sí, hundiendo a fondo el pie en el acelerador. Sin comedimientos de ninguna clase.
Todo eso se ha perdido, y sin embargo, aún tenemos que decir que es poco. Porque, además del fastidio, sigue sin quitársenos la cara de tontos de los primeros días del coronavirus, nuestro amigo el coronavirus, cuando nos preguntábamos si de verdad esto estaba pasando.
Algo parecido le sucede, creo yo, al perro que guardaba, calle abajo, la casa de la esquina. Es una construcción muy modesta, ya bastante antigua, pequeña y de una sola planta. Apenas tiene jardín, si es que se puede hablar de tal, con un par de macetones a los lados, junto a galpones desordenados que se levantan a su aire de entre el cemento. En medio de un campo de chabolas no desentonaría, pero tampoco lo haría en el centro mismo del pueblo. Eso que llaman el feísmo, tan nuestro.
Pues bien, como ya digo, dicha propiedad la habita un perro. Qué digo perro, un perrazo. Una tremenda fiera, que, disfrazada de pastor alemán, es mucho más que eso. Ni el imperio prusiano, el austro-húngaro, o la liga hanseática, bastarían para dar a su raza su auténtica dimensión de belicosa superpotencia.
Este animal, que es lo que es, en toda la extensión de la palabra, pese a lo escueto y breve de sus dominios, no duda en arrojarse contra la verja, llevando tras de sí con estrépito la cadena que lo ata, y ponerse a ladrar como un poseso, los ojos inyectados en sangre, luciferinos, colmillos al viento, a todo el que osa acercársele.
No tengo ni que decir que cuando salimos a entrenar, y obligadamente hemos de transitar por ahí, el mal trago, el golpetazo de adrenalina, está garantizado. No importa cuán despacio o retirado hagas tu paso por delante de su siempre atenta mirada. Salta del rellano en el que, como el chucho de las meninas, se suele pasar las horas, los días, y los años, recostado, y transformado en máquina de matar, se va a por ti, con solo esa vieja cadena tintineante y la endeble verja, que un día explotará, de tu parte.
Y esto no es lo peor. Lo malo de verdad viene al regreso, cuando en coronando un repecho bravucón en el que ya vas echando el resto, doblas la esquina, y con el corazón en la boca, sale el monstruo ese, dispuesto a comérsetelo.
Una petit mort en toda regla.
Ya te habías olvidado, pero no. Él no se cuida de los espurios trasuntos humanos. Su misión es lo primero, y ha de ejecutarla con toda la potencia de ladrido de la que es capaz.
Cuesta entender, esa es la verdad, a qué viene tanta fiereza y aspaviento. Aquí en Vilanova hay grandes mansiones de narcos peor defendidas. Ni siquiera hay motivos para pensar que la ruinosa vivienda pudiera tratarse en el fondo de un secreto almacén. Nadie, excepto el can, hace acto de presencia en el lugar.
Tal vez, dentro de su perruno entendimiento, se aferre a la creencia de obedecer a un destino superior, o en su defecto, a que alguien, en algún momento, reconozca su indubitable valía, y lo traslade allá donde en verdad esta pueda brillar en todo su esplendor. Quizás todas las noches, después de roer su sucio hueso medio putrefacto, sueñe con vigilar, enseñoreándose sobre las otras bestias de la creación, los jardines privados del palacio de algún futbolista champions, o, vestido de uniforme, poner patas arriba las maletas de una organización entera de malhechores; protagonista absoluto de los despegues y aterrizajes de un aeropuerto internacional.
Y sin embargo, y ahí está el enigma, este año, después de tantos y tantos veranos en el mismo plan, por primera vez, el brioso chucho, no media palabra. Se limita a mirar, sin soltar prenda.
Te ve pasar, y listo. Sus ojos se clavan en los tuyos, como demandándote esta vez él a ti un gesto, un ademán, un exabrupto, y eso es todo.
Tal vez se ha rendido. Tal vez ha desistido de su gloriosa empresa. Tal vez, digo solo tal vez, tenga miedo él también, quién lo diría, él también, al coronavirus. Y no tanto al coronavirus, como a lo que nos ha traído.
No ladra.
No, no ladra. Y no lo hace seguramente porque no avanzamos. El mundo no avanza, se ha salido de la vía. Como mucho la historia de la humanidad prosigue su camino, pero a pie, y deambulando desorientada.
No ladra. Y ni siquiera amaga con hacerlo.
Sus ojos se clavan en los tuyos, y eso solo desea, una aclaración. Un algo a lo que aferrarse. Una respuesta tranquilizadora que le permita volver a ser lo que siempre fue.
Como él, vivimos todos atenazados. Esperando por el día de la solución a este desafuero. Soñando con un pasado, aquel pasado nunca lo suficientemente valorado, en el que merecía la pena ladrar como un perdido.
Y entremedias, están los monos aulladores. ¡Qué prosaico!
Tan ajenos a los sufrimientos del mundo, como del mundo a sí mismos.
El viernes la ración de bicicleta, a la que retorné una vez solventados todos los contratiempos, y con las postillas derribadas de sus pedestales, ascendió a 17,49 kms, rodando primordialmente por las playas y el puente de la Isla, en 59:32.
Una fruslería, sí. Y como no produjo agujetas destacables, el sábado, por ayer, regresamos a escena.
De nuevo unos pobres 17,87 kms, en 01:01:50, por las playas y el puente también, pero que esta vez nos sirvió de puente de playa para encadenar un entreno pedestre como dios manda.
Fueron 7.65 kms a 43:12, que, aunque más lentos que otros días, llevaron al mismo crono, simplemente gracias a la oxigenación obtenida de la previa circulación menor ciclista.
Nótese que el aroma de barbacoa que nos persiguió durante todo el recorrido cabría, si acaso, considerarse un tercer mono. El mono de churrasco.
Afortunadamente, conseguimos superarlo, y dejarlo atrás.
En este país se vive bien y a lo grande, y siempre es año de nieves. Pazos, “casoplones” y chalets de piedra amurallados, se suceden, colocados a lo largo de la franja costera, de tres en tres, y de tres en raya. Todo aquí depende de la dosis de entusiasmo y las buenas venas del talonario.
Pero al fin correr es sólo eso, correr. Desplazarse en el tiempo y el espacio, desde tu sitio en el mundo hasta tu lugar en la vida. Y para el ciudadano de a pie, siempre con gran sacrificio.
No satisfacen, ni recompensan de nada, las cifras que vuelca el Ciripolen, pero ahí están. Nadie da más por menos. Y ya es bastante.
Un programa muy completo, y tanto que sí, pero que como aún estaba el sol alto en el cielo, o al menos a una altura de gálibo aceptable, nos permitió estirar el chicle hacia incluso un pequeño refrigerio natatorio.
Y por tanto, sin habérnoslo planteado, nos salió un triatlón desestructurado.
No es aconsejable el triatlón al atleta tripón, reza el dicho (apócrifo), pero, con ello y con todo, desafiando al frio del agua, que contrae fibras y tendones, con riesgo grave de rotura, y congela los vasos mayores, el tallo cerebral, los ganglios linfáticos, la hernia de hiato, el yunque y el martillo, nos arrojamos a las oscuras aguas de la ría.
Fue un baño de endorfinas, servidas on the rocks.
El resplandeciente disco solar yéndose a acostar tras las alargadas extremidades del Barbanza, le comía en la mano a la tierra, esclava de oro sobre un brazo de mar, entregando sus últimos destellos crepusculares, al tiempo con resignación, pero sin por ello perder ni un ápice de su majestuosidad.
Y mientras nadábamos, y con un ojo puesto en el horizonte, contemplábamos al fuego solar irse empequeñeciendo contra un enemigo menor, y sin embargo fuego amigo - ¡Necio incendio forestal! - pero firmemente decidido a abatirlo, cuando entró en escena alguien inesperado. Porque la playa era toda nuestra, pero, ese alguien, vino a discutírnosla.
Era sí, mon dieu, una señorita. De muy buen ver por cierto. Una muchacha que, viniendo ella también, de algún más que probable ejercicio físico o espiritual, moderado o no, terminaba su rutina con unos estiramientos, más artísticos que terapéuticos, ahora adentro, ahora fuera del agua… Y una lágrima cayó en la arena, que diría Peret.
Lo nunca visto. Y sin el sol mirando.
Dirigía yo la vista, la mía, ya no a la decadente opulencia del astro rey, ido de nosotros, monarca celestial caído en el océano del descrédito y el olvido, sino en busca de algún descoco furtivo en la inusual acompañante noctámbula que asistía a su sepelio.
Curvábase hacia adelante, cual arco guerrero, para luego apuntar una pierna o un brazo hacia el infinito, describiendo un trazo difuso, pero haciendo blanco en mí; mirón en remojo.
De músculos aterido y desarmado, un pellejo arrugado, todo lo más, teletrabajaba la mente.
¿Es eso de ahí un tatuaje o es que te alegras de verme?
Y cuando matogrosso y yo ya salíamos del agua, y tiritando nos refugiábamos en las toallas, la muchacha se zambulló, y con las mismas desapareció de nuestros radares.
¿Había sido una alucinación? ¿El holograma de una princesa Jedi? ¿La otra estrella binaria de Tattooine? ¿El canto del cisne de una espléndida sesión de monos aulladores?
Una gaviota kamikaze era todo lo que nos quedaba de cierto en aquel rincón apartado del mundo, en el que se encontraban la tierra y el mar, la noche y el día, la realidad y los sueños, el cansancio y el descanso.
Esta publicación no es un juguete, no se la dé a niños menores de 100 años. No la arroje al fuego, ni aún vacía de contenido. En caso de intoxicación accidental acuda a la mayor brevedad posible al servicio de urgencias psiquiátricas más cercano.