Mar, 17 Set 2019, 11:51
Asunto: Re: El diario gatuno de Slump
Cuaderno de bitácora. Sexto año del gato. Día 71. (15 de septiembre)
¿Puede uno aprovechar que se ha entrenado imaginariamente durante quince años?
…
Sí.
(Oldboy)
Aquella ocasión en que Pablo101 estaba preparado para bajar -por fin- de las tres horas en el maratón, Sidse decidió que la noche previa era el mejor momento para anunciarle que iba a ser padre. Él a mí, más modestamente, me dijo la víspera de la media que mis cálculos eran erróneos y que así no cuadraban.
Ni ese susto ni la ausencia de cortinas, costumbre tan nórdica ésta, me quitaron el sueño, y a las nueve y media salté de pronto en la cama. Ya escribió Eduardo Mendoza que "el subconsciente, además de desvirtuar nuestra infancia, tergiversar nuestros afectos, recordarnos lo que ansiamos olvidar, revelarnos nuestra abyecta condición y destrozarnos, en suma, la vida, cuando se le antoja y a modo de compensación, hace las veces de despertador".
Me despedí de la casera y fui al café a desayunar. El barista me reconoció y deseó suerte en la carrera y en el test para Chicago, y caminé con una mueca feliz hasta el parque, tras los elfos en bicicleta. La élite pasaba los controles antidopaje (a mí me habrían descalificado por los niveles del colesterol). Todo estaba listo, se empezaba a llenar la zona. El ambiente de las grandes citas es distinto, inconfundible, tiene otra textura, otro color, otro latido, sabe diferente, no suena igual, hasta el sudor es más viajero. Y siempre me emociona y me compensa por las noches de linterna y perros en Carregal.
Éramos veinticinco mil participantes de ciento ocho países. Nos mirábamos de reojo las banderas en los dorsales, por buscar lo más cercano o lo más exótico. Acompañé a una paraguaya a entregar la bolsa, le piropeé los calcetines a una sueca, charlé con madrileños, saludé a valencianos, animé a mexicanos, ejercí de fotógrafo para italianos, compartí árbol con daneses. Aunque no era obligatorio, pedí el cambio de cajón a uno más lento, por no molestar, por no ser el único mal colocado: en Roma, actúa como los romanos.
Con los nuevos cálculos tocaba replantearse la carrera y calentar mejor (esto es, algo), y me fui a dar vueltas al trote por los senderos de Fælledparken. El cuerpo dolía lo mínimo como para dejar constancia de su protesta, el día estaba perfecto. Bebí un último trago, entré en mi corral a esperar. A las once y cuarto vimos en las pantallas la salida de los primeros. Allá marchaba ya Kamworor, nosotros tardaríamos aún diez minutos. Si son más rápidos y encima les dan ventaja, no hay manera. A mi lado, una Evangeline Lilly juvenil destacaba entre las cabezas doradas, altas. Casi la mitad eran mujeres. Pero... ¿hubo alguna vez once mil rubias?
(Nota interna: nadie lee a Jardiel Poncela, ni siquiera tú, deberías dejar de parafrasearlo).
Llegó nuestro turno. Nos movíamos despacio, un grupo considerable de gente andando, y fue pisar la línea y volverse la marea fluida y fácil. Todo es más fácil y fluido cuando la idea no es ser más listo que los demás. Me despedí de la ninfa,
good luck, y me regaló una sonrisa capaz de desconcentrar a una estatua de mármol.
¿Puede uno aprovechar que se ha entrenado imaginariamente durante dos meses? Sí, puede. Sin haber rodado por cuestas, ido al gimnasio, fortalecido musculatura, probado series, metido calidad, tomado suplementos, cuidado la alimentación, respetado el descanso o adoptado un plan con criterio, sólo con fe (y sus dudas) y una moderada constancia desordenada, allí estaba yo corriendo por las calles de Copenhague con facilidad que no me atrevo a calificar de pasmosa únicamente por humildad. Qué bien.
Sopló el viento en el kilómetro tres, lloviznó en el siete, no importaba. Atento al ritmo y olvidándome del resto, el suelo parecía deslizarse por su cuenta bajo mis pies como en una cinta. Copenhague, a despecho de Tycho Brahe, es terraplanista. Los carteles de
Kom så, las filas interminables de espectadores, los niños poniendo las manos, los adultos aplaudiendo. Les gritaba
tak, gracias, y seguramente fallaba en la pronunciación de las tres letras.
En el doce vi una camiseta de Atenas. Nunca adelanto a un griego o un behobiano sin decirles algo. Entre
kaliméras y
parakalós y conversaciones sobre islas visitadas y recomendaciones para el verano próximo, fui con Filippos tranquilo, despacio y a gusto. En esos minutos de reposo consciente perdí definitivamente el rastro de Kamworor y le cedí la gloria del récord del mundo.
Y después aceleré. Toqué el poste indicador del kilómetro dieciséis, ¡vamos!, y detrás de mí aprobaron el gesto con un
yeees! Sin noticias de los dolores habituales en ese tramo, sin dramas que reseñar, tuve que resignarme a seguir disfrutando, hablando, socializando mientras notaba cómo se me escapaba la alegría por la boca. A seguir cumpliendo holgadamente el objetivo, a creer, ahora sí, que voy en la dirección correcta a por el cuarto
major.
Acabé en una hora y cuarenta y cinco, puño arriba. Las ediciones anteriores, más joven pero lesionado, fui peor: corre más el diablo cojuelo por viejo que por cojuelo.
En las carpas me reencontré con los italianos, con los españoles, encantados y dispuestos a repetir. Confraternizando me descubrió Pablo, vestido, duchado, contento, equidistante entre Kamworor y yo.
Hay tres carreras
extranjeras a las que no falto: la Behobia, Ginebra, Copenhague. No veo motivos para no volver.
Tengo una teoría sobre el idioma. Los daneses hablan inglés perfectamente porque no saben hablar danés. Lo escriben, pero acertar con la pronunciación es imposible y si les obligan se la inventan.
- Sidse, do you know "Riget", the series by Lars von Trier?
- Riget? Aaah! You mean
Rjjjjjjiiiiiiiiiii...!
Como el Ave Fénix resurjo de mis lesiones