Ven, 18 Out 2019, 23:26
Asunto: Re: El diario gatuno de Slump
Cuaderno de bitácora. Sexto año del gato. Día 99. (13 de octubre)
La realidad nos pone en nuestro sitio; luego, nosotros, por medio de la narración, ponemos a la realidad en el suyo.
(Luis Landero, Entre líneas)
Ésta es, o intentará ser, la narración de lo que viví por dentro. Porque los maratones, los majors al menos, son interiores. Ocurren en mi cabeza. Ése es el único campo de batalla, donde la emoción y la voluntad mandan. No son las piernas, los pulmones, las articulaciones las que deciden el éxito o el fracaso, no es el estado de forma, la edad, los entrenamientos, no importa si voy corto de rodajes, sobrado de peso, incluso algo enfermo: es lo que absorbo de mi alrededor, es lo que recibo de esos extraños que me llaman y aplauden y gritan, es lo que me llega hondo, lo que siento, lo que me hacen sentir. Es esa energía, ese apoyo. Es la consciencia de que soy más fuerte que mis excusas. Y cuando la comunión es tan enorme, cuando corro por Chicago creyendo de verdad la fantasía de que toda esa gente ha bajado a la calle sólo para animarme, cuando las sonrisas de los desconocidos son de felicidad y orgullo al verme (vernos) pasar, cuando compartimos una misma ilusión con esa determinación, cuando dos millones de espectadores están alentándome y confiando en mí, entonces es imposible que falle. ¿Cómo podría? ¿Qué clase de persona sería si no correspondiese?
Así, llevado así, empujado así, os digo que ni tiene mérito.
El domingo trece de octubre a las cuatro de la mañana estaba despierto y preparándome para el gran día. Con la puntualidad de los vegetales que dan fruto cada año, acudía a mi cita con el maratón. Antes visité el aseo una, dos, tres, cuatro, cinco veces. (Ay. No, no, no. Ni lo pienses). Evalué los daños generales con optimismo. Desayunamos, yo apenas, y dejamos la casa con retraso. Aún era noche. Nos perdimos y nos retrasamos más. El tren venía tarde, retenido por una incidencia policial. Un indigente amenizó la espera exigiendo cigarrillos y pulsando el botón de emergencia. El andén se llenaba de madrugadores en chándal, ponchos de plástico, sudaderas, y aproveché para comenzar a socializar y esparcir mis nervios. En el vagón por fin, y después andando hacia Grant Park, y en la Fuente de Buckingham, ya sólo había corredores, miles, decenas de miles, cuarenta y seis mil historias distintas, incluida la mía. Estaba allí con mi nudo en la garganta, con los ojos brillantes. Hacía frío pero no demasiado. El gemelo castigado parecía estar bien. El Garmin no funcionaba, no, por favor, no me hagas esto. Sonó el himno americano y partió la élite (en dos horas y cuarto habría nuevo récord del mundo femenino) mientras guardábamos cola pacientemente para ir a los baños portátiles, tan pacientemente que tuvimos que entregar la bolsa casi en el último momento y esprintar al cajón, añadiendo más intranquilidad a la que traía y acercándome peligrosamente a la histeria.
Nos colocamos al fondo de nuestro grupo, lejos de las liebres, y detrás acechaba la avanzadilla del siguiente. Hablamos con algún paisano, sacamos fotografías. Delante, los rascacielos nos miraban como modernas piedras de Stonehenge. A las ocho arrancamos, y en ese preciso instante resucitó el reloj -¡gracias, san Agustín, patrón de la Ingeniería!-, y una parte de la congoja se deshizo. Creo que todo va a salir bien, recuerdo que pensé. Nos abrazamos y deseamos suerte, solté unas voces exorcizantes, suspiré, resoplé, caminamos despacio hasta la salida, trotamos, trotamos, vamooos, vimos el arco, vamooos Chicagooo, y cruzamos la alfombrilla y ahí estábamos, ahí estaba, corriendo con fluidez desde el comienzo. ¡Vamoooooos! (mis gritos de ánimo no son muy variados). Eran las ocho y seis minutos. Y me fui como si se me escapase el alma, sin mesura. Sin dolores, sin freno.
Y al escuchar los primeros Go Dani supe definitivamente que sí, que todo iba a salir bien.
Que vendrían problemas y cansancio y tentaciones y sufriría y se me haría larga larguísima la carrera, pero que lo lograría.
Porque, igual que en Nueva York o Londres, y por ratos más aún, fui festejado, homenajeado, más celebrado que animado, más reconocido que aplaudido. Hey, there's Dani!!!, anunciaban como si estuviesen esperándome, ¡albricias!, y las chicas chillaban como fans ante una estrella de cine, y yo marchaba alucinado en medio del sueño, Cenicienta en el baile deseando que las doce no lleguen nunca. Sentí que esos millones de hombres, mujeres y niños me recogían en sus brazos y me llevaban volando hasta la meta.
Y si me demostraseis que todo eso únicamente tuvo lugar en mi cabeza, no importaría. Así lo viví y así sirvió a su propósito.
Los doce mil voluntarios sonreían y me gritaban y yo les daba las gracias aunque no cogiese los vasos que ofrecían.
No era difícil leer mi nombre en la camiseta y en la cinta del pelo, y yo corría siempre junto al público y aplaudía y respondía y chocaba las palmas y levantaba el puño y era como un surfista remontando una ola infinita subido a su cresta. A costa (todavía hoy estoy pagando el precio en mi cadera) de ir casi cuatro horas desnivelado por el arcén curvado y bacheado y por el lado sin alfombra de los puentes.
Golpeaba los carteles que prometían energía, reía con los graciosos, me emocionaba con otros, maullaba con los retratos de gatos que mostraban sus humanos. Los policías nos animaban. Los militares colaboraban en los avituallamientos. Hablaba con otros corredores, mexicanos, costarricenses, españoles, estadounidenses, argentinos, lituanos, búlgaros, italianos; saltaba con las bandas, canté "Just like Heaven", pasé junto a los obscenos bailarines de Boystown. Go Dani, well done Dani, good job Dani, keep it up Dani! Un hindú me preguntó por qué era famoso. En la mayoría de las fotos salgo aplaudiendo al público o mirando a las gradas o saludando a las vallas.
Los norteamericanos miden la distancia en millas, la gasolina en galones, la hamburguesa en cuartos de libra con queso. En las conversiones entre sistemas métricos y anglosajones y en ajustar el desfase del GPS ocupaba el ocio. Comprobaba en cada punto indicador que iba más rápido de lo previsto. Y sólo tenía un plan A para el maratón, y desde luego el hipotético B sería para ir más lento y no lo contrario. Dudé de estar excediéndome, y sin embargo no podía, no me dejaban frenar.
La media la hice en menos de una hora y cincuenta y cinco minutos.
Bebía un poco en cada puesto, tomé un gel por tomar, unas sales. Plátanos, gominolas. Por no despreciar.
Pero ya los kilómetros iban más despacio. No en la realidad objetiva, la que reflejan las estadísticas o los tiempos de paso, sino en la mental, donde -repito- transcurría la carrera. Ya no se hacían solos y me obligaban a vigilar las piernas, a recordarles los movimientos básicos: ya no me fiaba de ellas como al principio.
Fraccioné la segunda mitad. Hasta el veinticinco, dale que no es nada. Hasta el veintisiete y quedan quince, ¿cuántas veces los has rodado por casa? El treinta, facilísimo. Treinta y dos, faltan diez, un entrenamiento de martes por Carregal.
En la parte más dura fue donde hubo menos espectadores. Y aun así siempre algún samaritano me veía y gritaba y yo me enderezaba, alzaba el pulgar, sonreía, y recuperaba impulso. Hubo barrios también donde no cabía más gente, donde hacían sonar las campanitas y no se podían superar los decibelios. Y yo almacenaba todo y llenaba la despensa para el invierno. Me comportaba como la pera que madura en el árbol.
Ocasionalmente, entre algún edificio se colaba el viento... y se detenía antes de ser molesto. El clima colaboraba. Fatigado como estaba, no veía ningún obstáculo que no pudiese superar. Y si bien los movimientos eran más rígidos y dolorosos, no estaba cediendo ritmo.
Pero el cuerpo iba agotando sus recursos. Un hombre regalaba dónuts y al perdérmelos comprendí la necesidad que tenía de azúcar. Una mujer ofrecía naranjas. Cogí una entera y cuatro o cinco gajos. Dioooos. Ahora sé que jamás volveré a probar una fruta tan rica como aquélla que comí un domingo en Chicago. Se me saltaban las lágrimas de agradecimiento y de placer y de codicia por más.
Las guías y los mapas dicen que corrimos por Lincoln Park, por el Loop, por el estadio de béisbol de los Cubs y el de baloncesto de los Bulls, por la comunidad gay, por el mítico teatro, por la Old Town, River North, Greek Town, Chinatown, Little Italy, Pilsen (¡Pilsen, qué ambiente! ¡Qué ambiente!), Michigan Avenue... Yo corría por el hemisferio cerebral izquierdo y el derecho. Noté cómo, mientras con uno hacía mis cálculos y me animaba y lo tenía controlado, del otro lado del cráneo surgía una voz, la voz cizañosa de cada maratón, que sugería parar. Podéis creerlo o no. Hay una voz en mi cabeza que me habla más allá del kilómetro treinta y cinco. En una ocasión, ay, me convenció, pero ya no más. Son cuarenta y dos mil ciento noventa y cinco metros y basta uno solo caminando para abandonar, bien lo sé.
Milla veintiséis. Voy a lograrlo. Voy fenomenal de tiempo (no peligra ni la victoria de Cherono ni la marca de Kipchoge, ni siquiera la mía de Berlín, pero fenomenal). Un último (y casi único) fuerte repecho tumba a otros con menos determinación. ¿Qué le decimos al Dios de la Derrota? Hoy no.
Levanto los brazos, enseño cuatro dedos, grito, arribaaaaaaa, arribaaaaaa, vamooooooos, vamoooos, y cruzo la meta. Tres horas y cuarenta y nueve minutos. Inesperados. Sorpresivos. Maravillosos.
Doy cinco o seis pasos y empiezo a llorar. Me abrazo con una chica argentina que también llora. Me echo a un lado y vienen a interesarse, lo lamentan pero no puedo quedarme ahí, sigo, cojo agua y vuelvo a llorar, cojo un chocolate y a llorar, cojo un batido y lloro, tengo que dejar de avituallarme o me deshidrataré en llanto cada vez que me acerque a una cara amable que me felicite y se alegre por mí. Más voluntarios nos esperan en fila, sonriendo y aplaudiendo, y choco palmas con todos, thank you, thank you. De los que entregan las medallas elijo a una chica mexicana, pero quiero un abrazo, le digo, y me lo da. Con la medalla lloro, por supuesto. Tardo unos diez minutos en dejar de llorar, realmente no me explico por qué me he desbordado tanto, por qué este pequeño drama, pero ¿sabéis qué os digo?, me gusta que sea así, me gusta seguir sintiendo esto así, y que los sacrificios y los esfuerzos y esta lucha por persistir me conmuevan tanto cuando resultan. Esta emoción incontenida es la que me compensa, la que me motiva a continuar, a ir a por otro. Que será Tokio. Pero ésa será otra historia, otra narración.
Estoy vivo, me siento vivo.
Gracias, Chicago. Gracias, espectadores, gracias, voluntarios. Por ese desprendimiento, por ese calor. Gracias. Como dice Leonardo Mourglia en su vídeo, esta gente nos hace creer que somos héroes. No lo somos, es obvio, pero gracias a ellos por unas horas albergamos la fantasía de que sí. Y eso no tiene precio.
Como el Ave Fénix resurjo de mis lesiones
Última edición por DoctorSlump o Mar, 26 Xul 2022, 20:58; editado 3 veces