Mér, 14 Feb 2018, 1:03
Asunto: Re: El diario gatuno de Slump
Cuaderno de bitácora. Cuarto año del gato. Día 220. (11 de febrero)
#Meow Too
Porque lo que no se visibiliza no existe, es urgente una neolengua inclusiva. Cuando decimos
portabozal y
desmiembra lo que decimos es que los felinos estamos aquí, que somos callados, discretos, elegantes, bellos, limpios, que estamos construyendo este país, y a cambio de todo ello lo que recibimos es persecución, es violencia de especie, es un enorme desprecio de esta sociedad profundamente canina. Porque si un mastín o un dogo mira tu pierna y sólo piensa en comerse tu tibia, ¿qué es eso sino la
osificación del cuerpo?
#Delata a tu perro
Porque hoy en día no eres nadie si no afirmas que te han mordido/gruñido/ladrado/olisqueado, apúntate al club. Un linchamiento gratuito por inscripción. ¡No renuncies a tu minuto de gloria! La disidencia no está permitida.
Es broma, por supuesto. ¿Cómo sería posible imaginar una cosa así?
Castigat ridendo mores. Yo en realidad sólo vestía de veterinario en apuros. Me presenté en la Puerta del Sol con un disfraz recargado hasta el barroquismo. El uniforme, tras los diversos añadidos, se componía de:
- Conjunto de pantalón y chucho hinchable mediante ventilador (pilas no incluidas).
- Bata blanca.
- Atrezzo de médico: gorro, mascarilla, fonendoscopio y lámpara quirúrgica.
- Tarjetas plastificadas de Cat Friendly Clinic.
- Transportín.
- Gato de peluche.
Me estaba cambiando en el coche y ya las primeras señoras transeúntes quisieron sacarse unas fotos y los primeros chuchos empezaron a ladrarme, o a su congénere de plástico colgando de mí. Pero el aire se escapaba por la barriga, y no sería por falta de ella. Había que sellar. Isaías, que lucía traje de hot dog con mostaza, se sentía poco valorado por los espectadores, y con rencor apretó demasiado cuando le pedí que me rodease con cinta aislante.
Inmediatamente me pareció ser cortado en dos. Perdí la conexión con las extremidades inferiores, inferiores espacialmente pero no en importancia. Del ombligo para abajo era como un ecosistema propio (y por lo mismo, ajeno), una zona pródiga en corrientes y con altísima humedad. Más que inflado, tumefacto. Más que hermético, gangrenoso. Y yo con ganas de ir al baño. Más que amor, frenesí.
Probé a trotar. El animal flotaba sin tocar el suelo, esa parte al menos funcionaba. Por contra: la mascarilla me asfixiaba y tiraba de las orejas y las asoplillaba; una de las tarjetas se volteaba y clavaba en el cuello; el gorro daba calor; la caja pesaba un quintal; el muñeco resbalaba.
- ¿Pero no habías ensayado antes?
- ¿Por Carregal? No, gracias.
Ya no cabía arrepentirse. Saludamos, posamos, comparamos indumentarias. El más aparatoso era yo, sin duda. Fui al fondo del pelotón para no molestar con mis cuartos traseros. Y arrancamos. En cuesta arriba. Y no iba bien.
En el microcosmos de mis pantorrillas, embutidas en polímeros sintéticos nada aptos para el deporte, el efecto invernadero campaba a sus anchas. Si las estrecheces pueden ser anchas. Sudaba por las rodillas, el hueco poplíteo. La cenefa del pantalón marcaba a fuego los tobillos. Y empecé a econtrarme raro; no cansado: extraño, mareado. Con la bata ceñida, la cabeza tapada, los diversos artilugios pendiento y los brazos ocupados. Tenía la boca seca. Angustia, estado delirante, sed intensa. ¡El perro me había contagiado la rabia! Así de a fondo me meto yo en el papel.
Los niños se reían y los espectadores casuales felicitaban la ocurrencia, pero no tantos y tan bien que compensasen lo que estaba sufriendo, perdonad si soy ingrato. Arrastraba lastimosamente los pies, casi ocultos por esa obesidad mórbida, cambiaba el transportín de lado, tiraba de la goma, resoplaba, y únicamente reconfortaba verme en los cristales de las casas, realmente era un trabajo fino que no pasaba desapercibido. Y sin embargo tampoco, puesto que no se apreciaba de frente. Debería correr de perfil como los egipcios o la mascota Cobi.
Llegué al kilómetro cinco, al arco de inicio, y ahí aplaudieron y jalearon y me vine arriba. Un minuto escaso arriba. Comenzando de nuevo la cuesta paré y caminé. No había agua. Si caigo desmayado que sea sobre el colchón, pensé. Mi tocayo de los Beer Runners me gritó, vamos, vente con nosotros. Rodé hasta el seis, anduve, reinicié, y así, haciendo una carrera por fascículos. No era agotamiento, era deshidratación.
El último tramo lo saqué adelante por el método habitual: el coraje. Cayó la lluvia por fin y bebí desesperado como un náufrago en un charco en el desierto. Y ya iba lanzado dispuesto a terminar dignamente, cuando a falta de quinientos metros se rompió el disfraz. Ay, Carlos Sainz, cómo te comprendí. El ventilador se había despegado y caído hasta el tobillo. Sin aire renovado, en apenas unos segundos en lugar de un pitbull con sus fauces llevaba una iguana desecada enganchada al culo, el preservativo desechado de un elefante africano, un globo aerostático fuera de temporada.
Intenté arreglarlo en la acera, un par de minutos más a añadir al tiempo, y entré en meta agarrando el mecanismo con la mano izquierda, la caja y el peluche en la derecha, el pobre gato hecho un estropajito, irreconocible, yo con las gafas empañadas sin ver nada, y el público que se había marchado a taparse.
Tan triste y anticlimático que ni me acordé de detener el reloj.
Y no pude optar al premio por equipos pese a que técnicamente éramos tres: el bicho de plástico, el de pelo y el de carne y hueso. Uno pinchado, otro mojado, otro febril. Así que, recocido tu rebaño, ¿a dónde vas, pastorcillo? Al coche a secarme y a tomar unas cervezas porriñesas.
Y mira que me esforcé. Otra vez saldrá mejor. Como las fotos. Ni una buena.
Como el Ave Fénix resurjo de mis lesiones
Última edición por DoctorSlump o Xov, 18 Out 2018, 23:18; editado 1 vez