Lun, 04 Nov 2019, 20:37
Asunto: Re: El diario gatuno de Slump
Cuaderno de bitácora. Sexto año del gato. Día 120. (3 de noviembre)
Ésta es mi crónica. Si alguien os cuenta lo contrario, probablemente también sea cierto.
Porque me gusta la gente que se emociona, fui a Oporto a acompañar. Y a rodar mis quince kilómetros, que no es cosa de despreciarlos.
Por circunstancias ajenas -de amigos de lo ajeno, en concreto- y por logística y climatología, el turismo quedó bastante cojo (mejor él que nosotros, que teníamos carreras): hubo apenas lo justo para retirar los dorsales y pasear por la feria y empacharnos de pasteles de nata, azulejos y cuestas y de ver cuánto han subido los precios con la gracia de poner Portugal de moda. Y formales y sin aventuras nos acostamos temprano para que descansase la acompañada.
Seis de la mañana. Sólo se madruga así para un maratón. ¿Pero se celebraba verdaderamente uno? En la ciudad ni se mencionaba, la ruta iba por extrarradios donde no incordiase, vacío el parque de la salida, las cafeterías cerradas. La Anémona, escultura gigante hecha con redes, se movía al viento para añadir más tristeza, deprimente aunque artística, a la desolación. A esa melancolía que es tan propia del país, allí la llaman
saudade, eterna añoranza de unos imperios que no volverán. Puestos a extrañar días de gloria en otros continentes, yo deseaba estar en Nueva York en esos momentos, tomando el ferry hacia Staten Island y apuntando a Central Park. Quizás para el año.
Por fin, según despertaban los participantes, la zona adquiría un colorcillo. Sepia, desvaído. Me fijaba en las caras y no eran de fiesta. No había alegría. Nadie vibraba, nadie resplandecía. Lo que debía estar, no estaba; no transmitía lo que tendría que transmitir; lo que se suponía especial era vulgar. Era una pálida imitación, era un paisaje mortecino, falso como un mundo en el que el tiempo de la magia ha desaparecido hace siglos y cuyos habitantes continúan repitiendo inútilmente los rituales por costumbre.
Por suerte para el espectáculo, Laura llevaba nervios suficientes para ella y el resto.
Nueve menos cuarto, nueve menos cinco. A las nueve en llanto, hora local, arrancaron los primeros, los héroes. Y después nosotros en procesión, los modestos de la Family Race.
Imposible correr.
Cuando conseguía abrir un hueco se cerraba otro, era como cazar los topos del jardín pero al revés. Me resigné a trotar. Y cuando el pelotón empezaba a aligerarse, chocamos con el último globo de los del maratón. Por ahí no podíamos adelantar sin molestar, ni se me ocurriría. Ja. De frente, lanzados, volaban los kenianos (entiéndase como término genérico para la élite), o eso pretendían: careciendo de conos separadores y de educación, la gente invadía el otro carril y les obligaba a esquivar. Juzgaban acaso que en un choque el producto de su menor velocidad por su mayor masa les diese ventaja en cantidad de movimiento.
Qué vergüenza. Nunca yendo tan despacio había ido yo tan rojo. Juré no regresar a Oporto.
Animé a Amina (con aliteración) en un cruce: sonreía. En el doce se separararon los dos grupos. Les grité y aplaudí a los más cercanos,
força maratonianos, y se me quedaron mirando como miraban los padres de Gregorio Samsa a su hijo tras convertirse en un repugnante insecto.
Acabemos pronto, me dije. Y además me dolía el gemelo por los adoquines.
Casi entrando en meta, todavía no escarmentado, intenté apoyar a un tipo bajito con aires de agotado, venga, ya estamos, vamos. Por segunda vez me trataron de bicho sin hablar, y el despreciativo silencioso incluso aceleró para ganarme. No, hijo, no. Hasta
aquí me tenéis ya. Temo a los zancudos en los sprints mas no a los paticortos.
Tardé más en localizar el guardarropa (
vai por lá, vai por aqui, vai por fora, vai por dentro) que en completar los quince kilómetros. Juré no regresar a Oporto.
En la aplicación Laura aparecía y desaparecía, señalaba parciales irrealmente rápidos e irrealmente lentos, predecía marcas que a poco que uno supiera multiplicar no cuadraban. Y entre el treinta y el cuarenta, la nada.
Saudade de una calculadora. Pero lo que se intuía en el baile de números era asombroso. ¿Aguantaría?
Nos sentamos en las gradas a esperar al ganador. El speaker anunciaba a Deso Gelmisa pero los protagonistas eran los (mayormente
las) de la
caminhada, que lo ocupaban todo y de pronto se echaban al galope. Niños de cuatro años tambaleándose, señoras con mochilas llenas a la espalda, un barbudo bebiendo una cerveza y goteando por los pelos, algún walking dead... y de postre un perro sin dueño, suelto, el más alegre. El etíope era el único elemento discordante en esa comparsa. Juré no regresar a Oporto.
Bajamos a esperar a Amina. ¡Kilómetro cuarenta y aguantaba!
La mitad (exagerando) de los que llegaban lo hacían sin dorsal, o con el dorsal de la prueba corta. Waka waka, eh eh, porque esto es África.
No fue difícil hallar un sitio sin público y allí aguardamos. No mucho, no mucho, que venía desatada. ¡Ya venía! ¡Sonriendo! ¡Tres horas y veinticinco minutos! Tres increíbles horas y veinticinco minutos. Corrí con ella unos metros y me aparté, que la gloria era suya. Impresionante en verdad.
¡Wow! O miau.
En la explanada, mientras la buscábamos, di con un japonés (no dejo escapar a ninguno sin unas palabras desde que me inscribí a Tokio), y hablando con él nos encontró Laura, llorando incontenidamente, que no inconsoladamente: no era por pena.
Y entonces, asistiendo a toda esa emoción sin hacer más que ofrecerle un abrazo, pensé: ¿qué diablos importa que el de Oporto sea un maratón de mierda? (Que lo es). Si hay que regresar un día a acompañar a alguien que no lo ve así y lo disfruta tanto, si puedo ayudar de alguna forma a un amigo a cumplir su sueño, si puedo prestar un hombro que regar con lágrimas, si hay que estar ahí para compartir sentimientos, regresaré.
Los que no somos nativos digitales no sabemos sacar un buen selfie
Como el Ave Fénix resurjo de mis lesiones