Mér, 20 Set 2017, 1:16
Asunto: Re: El diario gatuno de Slump
Cuaderno de bitácora. Cuarto año del gato. Día 73. (17 de septiembre)
Hay días en que es mejor quedarse en la cama, aunque sea sin cortinas. El problema es cómo reconocerlos a priori, porque parecen normales, agradables incluso. Quizás debí sospechar de algunos signos apocalípticos (Dinamarca vuelve a tener un príncipe loco cuatro siglos después, corredor101 lleva ahora el pelo abajo y no arriba).
Aunque oía llover en sueños, al despertar encontré despejada la mañana. Con pereza saqué primero el pie izquierdo, priorizando la lesión a la mala suerte; con cuidado apoyé el derecho: sin novedades, no news, good news. Bajé a desayunar un café latte con croissant. Los ciclistas ya se habían adueñado de la ciudad. Subí a descansar (¿de qué?) un rato y a recoger la habitación, y a las diez caminé despacio hacia la zona de la carrera, siguiendo a las filas de gente con mochilas, todos a pie o en bicicleta. E iba llegándome esa sensación como de febrícula, la que noto en las grandes carreras, esa emoción por estar ahí y ser parte de.
Fælledparken (no intentéis pronunciarlo, no os lo convalidarán) estaba encharcado y cuarenta y cuatro mil zapatillas chapoteaban en la hierba. Era un lodo intruso que desentonaba en una organización tan escandinava. Saqué fotos, bebí, usé los baños con su jabón y tropecé con Pablo. Nos citamos para el final y nos deseamos suerte. Dejé la bolsa, entramos a nuestros cajones y ahí probé a calentar por la tierra. La rodilla bien, gracias, muy bien. Me fui animando. El cielo estaba claro y azul. Contaba camisetas de más de cien países, de casi nueve mil mujeres, y en el ambiente creciente empezaba a barruntar que tampoco hoy iba a ser tan prudente como había prometido. Saludé a unos vascos, hablamos de la Behobia y gritamos unos aupas... y perdí los restos de timidez que aún me quedaban.
Arrancamos. Con la fluidez y el orden que da el civismo que no precisa de coerción, avanzamos por Øster Allé entre muchísimo público animando, cantidades ingentes de espectadores aplaudiendo y haciendo sonar matracas y artilugios varios. Pasados los primeros minutos de evaluación propia y ajena yo ya había decidido que: 1) ésta es mi media maratón favorita, y 2) por centrarme sólo en disfrutar simplificaría al máximo la estrategia: correría a 4'50" invariablemente.
Pero en el kilómetro tres saltaron la alarmas con ese dolor indeterminado en la rodilla (¿delante, detrás, alrededor?) y sin embargo nada vago, deslocalizado y punzante a un tiempo, imposible de señalar exactamente e imposible de ignorar, tan libre y desarraigado en su afán por causar daño que por suerte abandonó la zona y fue moviéndose por la pierna como una tarántula explorando un cuerpo extraño. Gemelos, cuádriceps, aductores, psoas, piramidal, todo lo palpó hasta que se tumbó a reposar en el sacro, un dragón dormido con un ojo abierto.
Aliviado, continué sin aflojar, casi frenándome. A los lados se alineaban miles de personas altas, esbeltas, de cabellos dorados. Así será habitar en Rivendel de Abaixo, supuse. Los carteles decían Kom så!, ¡vamos!
Recuerdo haber flaqueado un instante en el doce en la única cuesta, que además coincidió con un avituallamiento, y lo recuerdo precisamente por la regularidad que mantenía. No perdía el ritmo, no me fatigaba, no guardaba fuerzas para el final. Iba feliz y despreocupado de las dos semanas de inactividad como una cigarra que desprecia a las hormigas que entrenan duro.
Pasábamos frente a las bandas de música, las cheerleaders, palmeé con el hombre disfrazado de Pikachu, los niños. Una fiesta.
Buscando referentes individuales a mi alrededor, que es lo que hago siempre para motivarme, y descartadas las rubias por ser demasiadas (!), hice amistad (buena, breve, dos veces buena) con un tocayo italiano. Nos despedimos y continué, contando kilómetro a kilómetro tal como aprendí en Londres, a por los próximos mil metros sin ver más allá.
Y en el diecisiete, cuando calculaba que Pablo ya habría acabado, se averió el mundo. Un estropicio descomunal. Donde yo estaba vivimos una cosa y donde estaba él vivieron otra. Aquí (mi situación, por entendernos) inesperadamente comenzaron a caer relámpagos y truenos
juntos, fogonazo y estruendo unidos, sin esa pausa tranquilizadora de los rayos en Galicia. ¡La tormenta está sobre nosotros!, pensé, y me sonó a frase de algún libro. Se iluminaba el aire y retumbaba el suelo y nos ensordecía y nos encogíamos. ¡Crash! Falta una onomatopeya adecuada para ello, la que inventó James Joyce...
(Bababadalgharaghtakamminarronnkonnbronntonnerronntuonnthunntrovarrhounawnskawntoohoohoordenenthurnuk!)
...no sirve cuando estás justo debajo, mucho más explosiva, más salvaje. Los rayos y algo de lluvia, una lluvia normal, ligera, apenas reseñable, eso fue lo que hubo
aquí.
Y es que el infierno se había desatado
allí, a cuatro kilómetros, en la meta, y esta historia tendría que mostrarse con montaje cinematográfico. Allí una nube con el tamaño y la forma exacta de Fælledparken, la maldad hecha nube, la madre de todas las nubes, estaba ahogando cualquier forma de vida, enviando al hospital a varios corredores, desbordando las alcantarillas. Pablo lo cuenta en su diario, y yo lo supe después.
De lo que doy fe es de que, de pronto, vimos venir una riada hacia nosotros, que corríamos tranquilos ignorantes del diluvio no universal tan cercano. En un país donde Irma no es nombre de huracán sino de cadena de supermercados, no saben llover. Intentamos huir a las aceras pero no había escapatoria. El agua turbia, con barro, helada, nos pasaba ya de los tobillos y bajaba con furia. Restos del naufragio flotaban en ella: kilos de granizo, botellas, ponchos térmicos, geles, un sofá, un perro muerto. No se distinguía el suelo y pisaba con miedo y asco y torpeza, mientras me adelantaban los más intrépidos. Otros tuvieron menos suerte. Una sueca fue arrastrada por la corriente y desapareció pidiendo auxilio. Un cocodrilo devoró a un brasileño justo a mi lado. Las pirañas se disputaban a un joven, y las anacondas reptaban entre los cadáveres. Pasó un viejo cubano en su barca con los restos del pez espada que había salvado de los tiburones.
Llegué a meta medio nadando, medio trotando, con los pies congelados, calado hasta los huesos. Los supervivientes nos felicitábamos, recogí la medalla (¡sí, la quiero, la he ganado!) y ya no fui más persona. Porque de ahí a la casa no volví a pisar terreno seco (una hora entre arrozales) y porque tras parar y volver a andar di un grito y tuve que sujetarme: el dolor en la pierna (de la rodilla hacia abajo, de la rodilla hacia arriba, de la rodilla hacia la rodilla) era insoportable. Y, como la cigarra, aprendí la lección en mis carnes, mis músculos, mis tendones.
La carrera sería suspendida luego, las ambulancias volaban...
París en marzo y Copenhague en septiembre, vaya dos experiencias hipotérmicas. Me río de los traileros. Probad el asfalto al Norte de los Pirineos si hay bemoles.
Arrastrando la cojera me duché y comí, arrastrando la cojera fui al tren y al aeropuerto. Y el vuelo de Ryanair a Londres partió con dos horas de retraso, las dos que tenía de margen para el enlace. A rastras fui por los pasillos de Stansted, paso, paso, que no llego, y la gente que caminaba sin prisa iba más rápido que yo y me miraba sin entender. Era como Marsellus Wallace cojo tras el cojo Butch Coolidge en “Pulp fiction” pero en (más) patético. El segundo vuelo era también impuntual. Sudando, descompuesto, tullido, embarqué... por dos minutos. Y allí me dio por pensar si no habría algún Ángel de la Guarda velando por mí y mi terquedad había echado por tierra sus esfuerzos, si no debería haber dejado marchar ese avión. Cuando atravesamos una zona de turbulencias especialmente virulenta imaginé el fin. No fui el único. Junto a mí una británica botaba como en aquella escena de “Aterriza como puedas”, el novio decidió con criterio que aquél era un buen lugar para el último reposo. Yo, sin esas turgencias, moriría solo, rengo y sin haber corrido en Nueva York.
Días para quedarse en la cama.
(Y, con todo, muy contento).
En el Sá Carneiro la puerta giratoria se atascó cuando diez portugueses intentaron salir al mismo tiempo. Estaba de vuelta en Mordor.
Y el sirenito de Copenhague
Como el Ave Fénix resurjo de mis lesiones
Última edición por DoctorSlump o Mér, 20 Set 2017, 7:06; editado 1 vez