Mar, 12 Nov 2019, 23:20
Asunto: Re: El diario gatuno de Slump
Cuaderno de bitácora. Sexto año del gato. Día 127. (10 de noviembre)
Sólo cuando sea efervescente dejaré de correr con lluvia.
(Juanmaría Ruiz)
No sé cómo enfocar la crónica de mi novena Behobia. Porque primero nos asustaron con promesas de catástrofes y plagas e inundaciones y suspensiones, después el decepcionante chaparrón que nos mojó no pasó de ser agua de borrajas, y por fin duchado y seco me enteré de que el apocalipsis
sí había caído realmente a mis espaldas sobre los dorsales blancos. Y de qué manera.
Como si al Día del Juicio Final me hubiera presentado la víspera y pensado que no era para tanto.
Y mientras a nosotros nos sobraba la ropa de abrigo y tenía que guardar para mejor (esto es,
peor) ocasión el arsenal de hipérboles climatológicas preparadas para una jornada épica de supervivencia, detrás el granizo golpeaba a los rezagados y volaban paraguas y sombreros y todas las melenas jugaban a ser la de Anasagasti.
A propósito de volar. Este año habíamos elegido ir en avión. Por rapidez. De Carregal de Arriba a Donostia... nueve horas y cuarto. Y el teletransporte sin desarrollarse. La escala en Madrid se retrasó, el piloto nos desvió a Pamplona, el conductor del autobús olvidó a un pasajero en tierra y regresó a por él. Maitane esperaba y desesperaba en Hondarribia y el casero se inquietaba en Amara y los bares cerraban y seguíamos perdidos. Al llegar casi a la una de la madrugada no nos recibieron en el aeropuerto ni ofrecieron cena en las tabernas, y gracias que hallamos cama. Pero yo, llevado de un lado a otro despreocupado, disfrutaba de los gajes del viaje leyendo "La infancia recuperada".
El sábado enderezamos la agenda y fue ya momento de reencuentros, y de coger el dorsal y de pasear (poco) y de cenar en compañía. La Concha olía a gran acontecimiento, a nervios e ilusión, a los que venían de lejos a la cita y se hacían fotos frente al arenal y enseñaban orgullosos la bolsa con la camiseta. Y las conversaciones giraban en torno al tiempo y a las previsiones.
Y en secreto me imaginaba árboles caídos y ríos desbordados y una docena de heridos (leves), hipotermias, rayos, truenos y centellas, avanzar terca y valientemente contra viento y marea, y añadía algún tornado, ¡y un dragón de hielo!, adversidades ante las que me crezco, materia de la que nacen relatos memorables para contar y recontar con exageraciones y causar admiración en los ojos (¿oídos?) de los oyentes, y en ese rincón hay incluso una dama que se estremece y desmaya. Me frotaba las manos, vicioso, mas en voz alta me limitaba a decir: Bah, no somos de Murcia, malo será.
El domingo amanecimos con charcos de la noche, desayunamos y montamos en el topo. El tren iba lleno de behobianos veteranos y debutantes, locales y foráneos con ganas de hablar y compartir y de comparar experiencias, y yo no era el que menos. Y cruzamos la frontera intercambiándonos teléfonos y endorfinas.
Apareció Rosana, que no conocía la carrera, y María y Cao, y helados por un chaparrón repentino y breve pero animados nos fuimos a ver la salida de los patinadores, la élite, los galgos. Gebrselassie, qué ídolo, miraba al cielo y se abrigaba en su chándal y decidía ejercer únicamente de padrino. Entretenidos con el espectáculo se nos escaparon nuestros cajones y nos incorporamos al décimo. A botar con Muchachito Bombo Infierno y Amparanoia, a saltar y bailar, a celebrar. Es la Behobia, es una fiesta, es
la fiesta y estamos de nuevo en ella, y siento que siempre seremos jóvenes e inmortales en esa carretera junto al Bidasoa.
¡Lau, hiru, bi, bat, arrancamos! Y aunque no tenemos prisa vamos tirando unos de otros y el público de los cinco. Se nos unen más gallegos, nos separamos. Y van pasando los kilómetros y las cuestas y los niños poniendo las palmas y las señoras regalando aúpas. En Gaintxurizketa, ese puerto más difícil de escribir que de ascender, ondea su bandera el pirata. En Errenteria gritan mi nombre por cientos. Capuchinos es duro. Pararse o caminar no es una opción aquí, te empujan y te ayudan. No hay temporal que pueda con esta gente. ¡Gracias!
Cao hace rato que se ha ido delante, María y yo vamos turnándonos, Montse y Rosana cierran.
En el quince empieza a llover. Es lluvia, sólo lluvia, curtido estoy de correr así. Atravesamos Herrera y comienza Miracruz. Es el puerto final, es la última subida antes del interminable descenso a meta, es donde los espectadores más se agolpan y nos alientan, es un alto de montaña del tour de Francia, y en la cima aguarda Maitane. Encaramada a un poste e instalada en el drama (puesto que partimos más tarde y no comparecí según lo acordado y el miedo es libre, ya me daba como mínimo por moribundo), otea angustiada el mar de cabezas. De pronto me ve, ¡aydiosmío!, y de la emoción y el alivio a punto está de accidentarse. Nadie se descalabra por mí salvo en la Behobia. ¡El año próximo vuelvo!
Y ya sólo resta bajar hasta Gros, el Kursaal, el Boulevard. Tres kilómetros muy especiales en los que sufro tremendamente y voy feliz. Me duelen las piernas y el gemelo izquierdo amenaza con romperse y no me importa. Se me sale el corazón del pecho y la sonrisa de la cara y voy flotando, aplaudiendo, agradeciendo. En el puesto de avituallamiento los voluntarios cantan Paquito el Chocolatero y contagian alegría. Ahí está el arco con el reloj, no me preocupa la marca, no esprinto a nadie, estoy en paz con el mundo. Levanto los brazos, cruzo, termino. En este momento soy joven e inmortal, claro que sí.
Busco a María para disimular los ojos llorosos con los suyos, que a buen seguro estarán igual. No la encuentro. Le pido un abrazo a la chica que entrega las medallas. Me felicito con los que me rodean, hablo con un francés, con un zaragozano, me saluda un ourensano, qué buen ritmo traías, me comenta un chico. La sonrisa no se va.
Me abrigo con dificultades, tiemblo. Llega Montse. Y justo entonces nos ataca el invierno entero, súbitamente, como miles de cubos arrojados por vecinos indignados desde miles de balcones. Se derrumbaron los hinchables en la plaza. A diez kilómetros una tormenta de granizo se comía a los participantes. ¡Afortunados! El frío es temporal (y el temporal es frío), la gloria es eterna. Los vídeos circularán por las redes, los tratarán de héroes, les preguntarán, serán ellos los admirados, se desmayará aquella dama al escucharlos. ¿Y a ti no...? No, a mí no.
El pedrisco se comía a los participantes, sí, pero también a los donostiarras que no se marchaban y continuaban animando. Increíble, increíble, increíble público.
Gracias, Behobia. Gracias por estos cien años de historia y por mis nueve. Volveré para la décima.
- ¿Aunque granice?
- Principalmente si graniza.
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