Dom, 04 Ago 2019, 14:51
Asunto: Re: El Correo Papalegüense (edición online)
Un año más tocaba ir a Nigrán a correr por la playa. Es una cuestión de conciencia; cualquier día una mafia rusa monta una promoción inmobiliaria salvaje y privatizan hasta el último grano de arena, por mucho que en los libros del cielo estén todos contados, inventariados y referenciados.
El lugar pasaría de llamarse Playa América, a ser Playa Siberia, y, evidentemente, ya no sería lo mismo. ¿Imaginaría, me pregunto yo, el bueno de Amerigo Vespuccio, que un día le pondrían su nombre a una playa de la comarca del Val Miñor, para luego, así como así, arbitrariamente, quitárselo?
Afortunadamente, yo y unos cuantos más, estaríamos el sábado por allí para mantener viva esa carrera, esa playa, y su buen nombre.
Y entre ellos, un conocido de la afición, célebre por sus múltiples cameos en el Gatuno: El gran Isaías, también conocido por Irdam.
Este hombre es incombustible, pero eso no te librará de que te someta a un repaso pormenorizado de sus múltiples y variados descalabros, la mayor parte de ellos causados, en la opinión de todos los expertos consultados, por su querencia malsana a participar en maratones.
Brinda nuestro amigo a gran número de profesionales de la sanidad, sean estos de la seguridad social, o fisioterapeutas de aluvión, la posibilidad de demostrar el grado avanzado de ineptitud que atesoran, sin que ello suponga merma, evidentemente, en su habilidad para calentar las poltronas de su momio o sacar los cuartos al malhadado paciente.
No obstante nuestro amigo Isaías, todo hay que decirlo, no se quita de aportar su granito de arena (también contado ahí arriba) al agravamiento del problema. Ya tiene contratado el maratón de Chicago.
Y en estas estamos, contándonos las penas, que miramos la hora y nos disponemos con la logística y los últimos preparativos previos al calentamiento y la carrera. Ya se sabe, llevar esto o aquello al coche, dejar la nueva camiseta “Roly”, coger las gafas de sol, acicalarse a lo “pro”, menudencias…
La carrera es a las once y media, pero los coches están aparcados lejos, gentrificadamente lejos, y no podemos andarnos con distracciones. Apremio pues a Isaías para que se movilice, y con las mismas lo hago yo, pero, instintivamente, antes de arrancar hacia allá, me vuelvo sobre mis pasos, y en el tablero donde se encuentran las listas de inscritos, descripción de recorridos para cada categoría y demás, compruebo los horarios.
Y entonces me llevo la sorpresa. No es a las once y media el comienzo, sino a las once. Menudo batacazo. Con razón llevaba todo el mundo ya varios minutos calentando… ¡Y yo haciendo tiempo!
Miro el Ciripolen, y me queda nada. Si acaso diez minutos escasos para convencer a mis piernas de sus deberes y obligaciones, y prepararlas para lo que se les avecina. Tengo además que liberar la tensión hidropónica de mi vejiga, y ya no podrá ser sin abonar una pequeña cuota de exhibicionismo playero, carente por supuesto de los prescriptivos permisos gubernativos.
Es un calentamiento en el que no solo interviene la transformación de la fuerza motriz en energía calorífica, el nerviosismo de no ver por allí a Isaías, y el sentimiento de culpa de haber sido yo quien lo envió a la retaguardia, a aquel infierno de berlinas familiares ametrallando el menor hueco de parking polvoriento, me reconcomía por dentro, y la temperatura basal del organismo subía descontroladamente.
Buscando a Irdam desesperadamente. El taquillazo en los minicines estivales.
El grupo comienza a agregarse en torno al inflable de salida, y entre sus integrantes, alrededor de unos doscientos y pico (también contados, eso sí, en las más prosaicas tablillas de la FGA), no veo al bravo porriñés. Yo me lo he cargado. He eliminado a un archirrival en los despachos, y sin tan siquiera proponérmelo.
Entonces dan el pistoletazo, con ocho minutos de retraso que ni siquiera habrían servido para salvarle, y ya todo está perdido.
Echo a andar con la conciencia sucia. Qué digo sucia, sucísima. Tanto es así que ni me cuido ya de no meter los pies en ningún charco, o enredar las playeras en los festones de algas putrefactas en los que nubes de moscas buscan fortuna y gloria.
Pero la vida sigue, y tras un par de minutos iniciales de abatimiento y autodesprecio, considero que una carrera por la playa es demasiado valiosa como para dejarla escapar. Veo archirrivales al frente y comprendo que no puedo rendirme, el instinto (de superación del que va por delante) es más fuerte.
En el cruce de la vuelta pequeña escudriño entre las escamas de la serpiente multicolor. Tampoco.
Debo por tanto certificar el peor de los escenarios, y aquí no me refiero, al de la playa en sí, que en su caso solo cabe calificar de esplendoroso. Cada poco un cuerpo escultural nos sale al paso batiendo palmas, como si en realidad fuéramos dignos de tal merecimiento.
Me vengo arriba, y diviso varios grupos de corredores entre los que identifico a un archirrival con largo historial de afrentas y agravios, por lo que decido aplicarle la ley de fugas. Aquí te pillo y aquí te mato. La defenestración de Isaías, como en la peli de “Los Inmortales”, me parece haber aportado la fuerza extra necesaria para acometer la caza y captura del insurgente.
Y entonces, tras el giro de la vuelta grande, al final del arenal, y después del cual se ponía ya rumbo definitivo a la meta, atisbada ya desde la lejanía, me tropiezo con nuestro largamente añorado Irdam, bien arropado en uno de los múltiples grupos perseguidores.
Isaías es un superviviente. Un superviviente en letras mayúsculas. Un superviviente que haría palidecer a la mismísima Pantoja.
Hemos de ser felices pues nuestro hermano estaba perdido y lo hemos encontrado. Hay más alegría en el cielo por una oveja perdida que vuelve al rebaño, que por el rebaño haciéndose vitorear y jalear por los bañistas, los y las, medio en cueros.
Y, sí, aunque en un principio la meta de la Nigrán Area, se ve lejos, a tomar viento, poco a poco, las zancadas cortoplacistas, pero constantes, la van trayendo hacia nos.
He de medir las distancias. El archirrival está en el punto de mira, y solo falta apretar el gatillo, pero no puede ser ni antes ni después del lugar establecido. Podría arriesgarme a crear un revuelo excesivo en el pelotón y que la operación se echase a perder. No podía tirar por la borda tantos kilómetros de carrera anfibia, incluyendo pasos por la ría, con gran exigencia hidromecánica para las “Cangrejus”. En todo momento sorteando obstáculos móviles y población civil diversa, amén de bastante ligera de ropa, con la gran responsabilidad que ello conlleva.
La meta ya se avizora pronta. Es el momento de encender el turbo y proceder al adelantamiento. Ha de ser limpio, cualquier marrullería desluciría mi actuación ante el numeroso público que se concita en los márgenes de la recta de meta. No obstante, no debo esperar a llegar a ese punto, pues allí no me podría beneficiar de la nocturnidad (¿perdón?) y alevosía. Un esprint con público sería una lotería, y mis opciones de salir de allí indemne psicológicamente, se reducirían a la mínima expresión, aún ganando.
Lanzo mi ataque y tras unos instantes en los que la presa reacciona resollando violentamente, por fin consigo domeñarla. No se ha rendido sin presentar batalla, pero digamos que el coste ha sido bastante inferior al presupuestado.
Posiblemente no iba muy católico ya. Yo tampoco estoy ya muy firme en mi fe corredora. Aflojo un poco, y un germen oportunista, que venía siguiendo mis pasos con sigilo, me acuchilla sin piedad ni conmiseración alguna delante de las miradas de la gente, siempre deseosas de ver teñirse la arena de sangre.
El final ha resultado como uno de esos documentales de insectos en los que se van comiendo unos a otros, sin apenas pasar de una escena a la siguiente. El frenético ritmo destructor, y a la vez purificador, de la naturaleza, explayándose con sus miembros más insignificantes.
Tomo aire y espero un rato a que llegue Irdam para saber de su peripecia vital, y en caso necesario, disculparme. Pero no ha lugar. Llega exultante. Está feliz.
Como yo suponía se subió a la carrera en marcha. No aparecerá en las clasificaciones, ni su nombre figurará con honor en las acreditaciones de los jueces de la FGA, pero por lo visto sí en las del cielo, ese inmenso cielo azul bajo el que solo somos seres diminutos en busca de un mínimo, y esquivo, soplo de brisa que traiga un poco de paz para nuestros exhaustos y recalentados espíritus. Mas no cabe lamento alguno, pues todo está contado, incluso los ausentes, o rehusados, en los archivos del séptimo cielo. Cosas de las endorfinas.
Su intención era la de probarse, de inquirir a su cuerpo si estaba dispuesto a someterse, una vez más, a la furia apocalíptica de un maratón, el maratón de Chicago, y la respuesta había sido afirmativa.
Si nuestro propio cuerpo nos tolera y consiente todos los caprichos y desafueros de la mente. Si el abuelo que somos, le compra la piruleta al nieto que nos creemos… ¿Qué más queremos de la vida y del verano?
Esta publicación no es un juguete, no se la dé a niños menores de 100 años. No la arroje al fuego, ni aún vacía de contenido. En caso de intoxicación accidental acuda a la mayor brevedad posible al servicio de urgencias psiquiátricas más cercano.